.:Una fábula cada día:.

El Cangrejo Colorado

     El ingenio siempre es de agradecer. Si no, que se lo digan a Don Cangrejo. Este tenía por costumbre vivir entre las rocas, junto al mar.
     Como no tenía casa fija, siempre andaba mudándose de un sitio a otro. En la bajamar, prefería enterrarse en la arena; en cambio, cuando llegaba la pleamar, subía hasta las rocas más altas y allí se guarecía. Tenía que andarse con cuidado, porque sus enemigos eran muy numerosos y siempre estaban al acecho.
     Un día, el cangrejo se descuidó y le sorprendió la bajamar al descubierto. Alarmado, se precipitó bajo la primera roca que encontró. Por desgracia, esta se hallaba ocupada por una estrella de mar, quien, con cajas destempladas, le dijo:
     – ¡Fuera de aquí! Yo he llegado antes. Además, ¿por qué huyes? Tan pequeño, feo y esmirriado como eres, no creo que nadie se digne comerte. Por si fuera poco, ese color verde que tienes…
     – Si permites que me quede, te demostraré que, en otro tiempo, yo era de color rojo – contestó Don Cangrejo, muy serio.
     La estrella de mar, que era curiosa, cedió a la tentación y se dispuso a escuchar.
     – Un día estaba paseando y un pez rojo me comió. Poco a poco, yo iba cogiendo su propio color. En estas, el pez cogió un resfriado muy fuerte y, en uno de sus grandes estornudos, me expulsó por su boca – contó el cangrejo.
     – ¿Y cómo es que no tienes ese color rojo que dices? – preguntó la estrella de mar, un tanto recelosa.
     – Pues… porque me he quedado descolorido – repuso el cangrejo con expresión vacilante.
     – Acabas de contarme un cuento chino. ¿Acaso crees que soy tonta? ¡Vamos, vete de aquí en el acto, cangrejo mentiroso! – exclamó la estrella, enfurecida.
     El cangrejo, sonriente, se alejó. Había ganado un tiempo precioso, porque ya la pleamar había vuelto a subir, y podía dirigirse a cualquier roca sin problema. ¿Veis la utilidad del ingenio, amigos?
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El Lobo y el Cabrito

     Era un cabrito muy inquieto y rebelde. Siempre andaba buscando la manera de escaparse del aprisco y, claro está, al final lo consiguió.
     Deseaba ver mundo y vivir a su manera; no le gustaba la existencia rutinaria que se veía obligado a llevar junto a sus compañeros de rebaño. Además, aquel puñado de perros que se pasaban el día ladrando y fastidiando, le sacaba de quicio.
     – Sí, nos protegen de los lobos, pero ¡qué pelmazos son! – decía el cabrito con frecuencia.
     Bien, aquella mañana aprovechó un hueco entre las piedras que cerraban el aprisco y dio la casualidad de que, en ese preciso momento, los perros estaban distraídos.
     El cabrito puso pies en polvorosa y, en cuestión de unos instantes, se vio en pleno bosque, libre y feliz.
     – ¡Ah, por fin solo! Podré hacer lo que se me antoje y nadie estará encima para regañarme. No pienso volver nunca más con mis compañeros de rebaño. Les tengo aprecio, pero lo primero es lo primero – dijo el cabrito, lleno de júbilo.
     No hubo andado cinco pasos cuando un enorme lobo le salió al encuentro. Sus ojos brillaban y las fauces entreabiertas nada bueno presagiaban. El cabrito buscó una rápida solución a su caso.
     – ¿Me concedes un último deseo, noble lobo? – preguntó el cabrito, con gesto resignado.
     – Naturalmente – respondió el lobo -. Podré tener buen apetito, pero no soy un malvado.
     El cabrito quería tocar la flauta y pudo hacerlo libremente. La música se esparció por el bosque, llegó a oídos de los perros que custodiaban el rebaño, y estos comprendieron.
     Acudieron a toda prisa al lugar de los hechos y el magnánimo lobo tuvo que huir. De esta forma, y gracias a su astucia, el cabrito pudo salvar su vida.
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